SIN PECADO

Entra por la puerta del palacio, reconfortado por la confesión. Recuerda las últimas palabras del padre: el señor es misericordioso, y usted está totalmente arrepentido, es normal, a veces los sueños nos devuelven al pasado. Su rostro dibuja una mueca casi imperceptible. Pide a su viejo asistente que le prepare, al lado de la chimenea, el periódico, un Montecristo y una botella de Vega Sicilia. Mientras, se quita el traje de Armani lentamente, observando la flacidez de sus carnes. Piensa en su joven esposa. Seguro que estará echando un buen polvo con Mario, el guardaespaldas. Sonríe. Entra en el cuarto de baño y se mira al espejo, se siente bien después de la confesión, incluso aprecia que conserva un cierto atractivo. Vuelve a sonreír. El agua de la ducha lava sus pensamientos. Igual Ana está con su amiga la periodista, de la que nunca logra recordar su nombre. Se siente aun más relajado sintiendo el agua por todo su cuerpo. De repente, le golpea un recuerdo de la mañana. Entre el correo, antes de salir a su paseo diario, había visto una carta extraña. El remite no le sonaba de nada. La intriga le hace ponerse con cierto apremio su pijama de seda y la bata de cachemir. Se dirige a su despacho. Ve en su mesa la botella de rioja, el habano, y el periódico, junto a la correspondencia diaria. Entre las cartas de los bancos está la que buscaba. María Guzmán Antúnez. El nombre no le suena. Coge el abrecartas nervioso y la abre. La carta va acompañada de la fotografía de un joven militar, de cuerpo entero, junto a un avión Yákovlev-42. Comienza a leer:

Han pasado muchos años y hasta hoy no había tenido fuerzas para dirigirme a usted. Incluso ahora dudo si seré capaz. Son muchos años de rabia viéndole en los medios sin poder sentir nada humano hacia usted. Viéndole sin un ápice de remordimiento, con su vida de aristócrata, comiendo, bebiendo, follando… mientras yo moría, día a día, de pena por mi hijo. Ahora que estoy a punto de desaparecer de este maldito mundo, quiero dejarle estas palabras. Cuando usted muera, dejará las muertes que arrastra. Su aliviada conciencia de confesionario morirá con usted y su nombre quedará teñido del rojo de la sangre de nuestros hijos. Su historia estará manchada. Porque lo que sobrevive de un ser humano es su ejemplo. Seres que creen que no necesitan ponerse en el lugar del otro, seres que piensan que su legado de vanidades será eterno. Seres que se lavan las manos como Pilatos. Seres débiles que actúan solo para aliviar su propia conciencia y llegan a casa pensando: qué bueno soy, tras haber dado una mísera limosna al pobre de la esquina. Sí, siempre habrá seres como usted, que se esconden tras los despachos, después de enviar a nuestros hijos a jugarse la vida por el resto, por lo que creen. Sí señor, ellos, nuestros hijos, creyeron en muchas cosas, mientras que en lo que usted cree es puro anhelo de viento. Ellos si son ejemplo y luz. Usted no.

Aquella balanza cayó del lado del poder, como casi siempre. Usted puede vivir como vive gracias a la imperfección de una justicia que muchas veces se torna inmoral. Todavía recuerdo, ahora sin ápice de dolor, pero en su día como un puñal en el alma, cuando espetó a los medios de comunicación que a usted le absolvieron las urnas. Recuerdo a sus compañeros de partido, en aquella legislatura, que afortunadamente sería la última en la que gobernaran, defender a muerte su inocencia. Ahora la mayoría son viejas glorias como usted. Parecen almas errantes en un mundo que ya no es el suyo, pero que conserva parte de aquella herencia. Tal era la obscenidad y el cinismo de la política en esa época, que nos robaron el dinero, la vida, incluso las lágrimas.

A veces, lo veo en las publicaciones de las redes sociales, junto a su joven esposa y reconozco que me regocijo un poco contemplando su farsa de vida. Nada que pueda contrarrestar el daño que nos hizo. Estas palabras, al igual que todas las maldiciones que las familias hemos proferido contra usted, no nos devolverán a nuestros hijos. Lo sé, pero los que estamos abrasados por el dolor también tenemos derecho a mojarnos los labios de vez en cuando.

Creo que mi dolor se apagará con la muerte, porque los médicos me han dado pocos días de vida, pero quería dejarle estas palabras y esta foto, para que se lleve el recuerdo de mi hijo a la tumba, el recuerdo de alguien que sí murió sirviendo a su país.

Al menos mírele una sola vez a los ojos.

26 de mayo 2033

María Guzmán Antúnez.

Se recostó en su sillón absorto en la foto que sostenía en su mano derecha. A su mente regresaron las últimas palabras del cura con quien había confesado recientemente. Un acceso de pudor frenó su impulso de romper la carta y la foto, pero las depositó molesto en su mesa de escritorio. Encendió pausadamente el Montecristo y llenó su copa de vino. Bebió tan solo una vez y después dio varias caladas. Quedó profundamente dormido, como siempre.

 

*Este relato  está basado en un hecho real pero los personajes son claramente ficticios.

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