El Ángel de la Gran Vía

Vagaba solo por la Gran Vía a media tarde. Al hombro portaba una pequeña mochila azul donde guardaba la cartera, una botella de agua y poco más. Hacía calor y los transeúntes andaban lentos y agalbanados. Las últimas veces que he viajado a Madrid lo he notado más apático, sin prisas, algo anodino. Aquella tarde, a pesar del sol, no percibía la alegría de las gentes por la inminente llegada del verano. Contagiado del ambiente, paraba en los escaparates mirando sin ver. Llegué al escaparate de la Casa del Libro y me detuve en las últimas novedades. Necesitaba descansar un poco de aquel letargo urbano y entré a hojear libros, sin ningún orden. A punto estuve de sentarme a leer o a dormitar en un sillón donde leían y dormitaban otros dos caballeros, pero no me atreví a invadir su espacio. Bélica y fea expresión. ¿El hombre es un ser social por naturaleza? Lejos queda Aristóteles. Compré el libro de Don DeLillo, “Cero K”. La tienda estaba llena de gente, algo inusual en una librería. Es paradójico, pero cuando estaba en la fila para pagar experimenté una sensación de soledad. Una chica muy bella que estaba delante de mí se volvió para buscar otro título. Casi pasa a través de mi cuerpo y ni siquiera me vio. No tengo ningún recuerdo de la cara del dependiente que me atendió cuando pagué el libro. Ni siquiera nos miramos a los ojos. 19,50 €. Gracias (palabra tan vanamente sobada). Salí de nuevo al letargo mirando al suelo, con algo de ansiedad. Un chico con gafas me preguntó, supongo que para una encuesta, si me gustaba la cerveza. Mentí. Dije que no. Seguí mis pasos y volvió a llamarme. Señor, lleva la mochila abierta. Rápidamente lo comprobé y vi que estaba todo acorde. Le di las gracias. Me sonrío. Proseguí mi camino arrepentido de no haberle ayudado con su encuesta. Aún no he olvidado esa sonrisa que hizo que aquella tarde, en aquel Madrid anodino, valiera la pena.

 

 

 

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